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Los Bonos Escolares de Paloma Valencia

La propuesta de Paloma pone en riesgo el derecho a la educación pública en nombre de la libertad de elección.

En tiempos de desconfianza ciudadana y frustración con la calidad de la educación pública en Colombia, es tentador aplaudir toda propuesta que prometa dar más opciones a las familias. Bajo esa promesa, la senadora Paloma Valencia ha vuelto a poner sobre la mesa el proyecto de ley de Bonos Escolares, un sistema de “voucher” estatal que permitiría a los padres matricular a sus hijos en colegios privados usando recursos públicos. Pero detrás de la retórica de la “libertad de elección” y la competencia virtuosa entre instituciones, este proyecto esconde una amenaza profunda para el principio de equidad, la sostenibilidad del sistema educativo y el rol del Estado como garante del derecho a la educación.

Una solución costosa sin sustento financiero

El proyecto no incluye un solo párrafo que describa con claridad cuánto costaría implementar esta medida. Hablamos de potencialmente millones de estudiantes en situación de pobreza que recibirían un subsidio para cubrir no solo la matrícula, sino también alimentación, salud, transporte y materiales escolares. ¿Con qué recursos se financiaría semejante expansión? Colombia ya destina menos del 5% del PIB a la educación, una cifra inferior a la de países que han experimentado con sistemas de vouchers, como Chile o Suecia. En la práctica, financiar estos bonos implicaría desviar recursos del ya precario sistema público hacia actores privados, generando una bomba fiscal de relojería.

Más allá del romanticismo de “poner el dinero en manos de las familias”, lo cierto es que el Estado no puede darse el lujo de duplicar estructuras. Cada peso que se destine al bono escolar es un peso menos para mejorar una infraestructura pública que sigue teniendo techos caídos, aulas sin internet y escuelas sin agua potable en zonas rurales.

Una pedagogía para pocos, una política para muchos

Aunque el proyecto pretende enfocarse en niños en condición de vulnerabilidad, su propio diseño genera segmentación social. Los cupos en colegios privados se asignarían por “mérito académico”, es decir, quedarán en manos de los estudiantes con mejores resultados previos. Pero, ¿qué ocurre con los más vulnerables? Justamente, son los estudiantes que llegan con mayores carencias —nutricionales, cognitivas, emocionales— los que quedarían atrapados en un sistema público debilitado. El bono escolar, lejos de ser una estrategia de equidad, condena a los más rezagados a competir por las migajas de un sistema que los excluye silenciosamente.

Además, el mercado no llega a todos. En las zonas rurales no existen suficientes colegios privados, ni siquiera de mala calidad. ¿Quién cubrirá esa brecha territorial? ¿Qué pasará cuando las familias no encuentren dónde redimir el bono? El resultado será una cobertura desigual que acentuará la ya marcada fractura entre campo y ciudad.

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El espejismo de la calidad privada

Se ha instalado una peligrosa narrativa: que los colegios privados son mejores per se. Pero el proyecto no exige estándares rigurosos para la participación de instituciones privadas más allá de que tengan resultados promedio en pruebas de Estado. ¿Desde cuándo lo “promedio” es sinónimo de excelencia? Más grave aún, el control estatal sobre estos nuevos receptores de recursos públicos es endeble o inexistente. La experiencia internacional muestra cómo la falta de vigilancia puede dar lugar a escuelas fachada, inflación de notas y lucro sin mejora académica.

Chile, pionero en la implementación de vouchers, vivió décadas de segregación educativa, concentración de recursos y desfinanciamiento de lo público. Tanto fue así que hoy ese país está desmontando el modelo que ahora se quiere importar a Colombia. En Suecia, el voucher derivó en una educación inflada en papel, pero degradada en rendimiento real, mientras que en Estados Unidos los resultados han sido inconsistentes, cuando no francamente negativos, para estudiantes de bajos ingresos. ¿Por qué deberíamos esperar algo distinto aquí?

Privatizar por competencia: una ilusión peligrosa

El corazón del proyecto es la idea de que la “competencia” entre colegios públicos y privados generará mejoras. Pero esta lógica de mercado ignora las condiciones de partida. Las escuelas públicas no están en igualdad de condiciones: deben aceptar a todos, no pueden seleccionar a sus estudiantes, y están atadas a una burocracia estatal que rara vez premia la innovación. Los privados, por su parte, tienen incentivos para atraer solo a los estudiantes más “rentables” —es decir, aquellos que representan menor riesgo académico o disciplinario.

Esta competencia es, en realidad, una guerra asimétrica que desangra al sistema público. Menos estudiantes significa menos recursos; menos recursos, menos capacidad de mejorar; menos calidad, más migración al privado. Un círculo vicioso de deterioro progresivo, financiado con nuestros impuestos.

¿Y la implementación?

Como si todo esto fuera poco, el bono escolar plantea un reto logístico colosal. ¿Cómo se garantizará que miles de colegios privados cumplan los requisitos? ¿Quién auditará el uso de los fondos? ¿Cómo se garantizará la transparencia en la asignación de cupos, especialmente en zonas donde la corrupción ya campea en los sistemas de contratación educativa? ¿Y cómo se asegura que las familias —muchas sin acceso digital ni educación formal— tomen decisiones informadas al navegar por un sistema de opciones y rankings escolares? El proyecto lanza estas preguntas al aire, sin ofrecer respuestas concretas.

Un atajo populista al abismo

Bajo la apariencia de una propuesta moderna y centrada en las familias, el bono escolar es una política regresiva, fiscalmente irresponsable y socialmente peligrosa. Más que una reforma educativa, es una invitación a fragmentar el sistema, subsidiar la demanda sin regular la oferta y entregar el bien público de la educación a intereses privados.

En lugar de construir más puentes, levanta muros. En lugar de fortalecer lo común, profundiza lo exclusivo. Y en lugar de garantizar derechos, ofrece una ilusión de libertad que muchos no podrán ejercer.

Lo que necesita Colombia no es un voucher que camufle la desigualdad, sino una inversión decidida en la escuela pública: infraestructura digna, docentes bien formados y pagos, materiales actualizados, y sobre todo, una pedagogía que crea en el poder transformador de lo público.

El derecho a la educación no se redime con un bono. Se construye colectivamente, se financia con justicia y se defiende sin concesiones.

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